Robin Hood II, el cruzado by Angus Donald

Robin Hood II, el cruzado by Angus Donald

autor:Angus Donald
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Aventuras, Histórico
publicado: 2009-12-31T16:00:00+00:00


Capítulo X

La hueste entera de Robin —casi cuatrocientos hombres entre arqueros, caballería y lanceros— estaba alineada a un lado de la bahía para presenciar el castigo. El día era oscuro, las espesas nubes grises soltaban de tanto en tanto breves ráfagas de lluvia, y el pálido sol únicamente asomaba a largos intervalos. El preso, un marinero llamado Jehan, de mi propio y odiado barco, la Santa María, había estado jugando a los dados con un pescador local. Perdió el juego y debía al grifón cinco chelines; más de lo que podía permitirse. De modo que se negó a pagar la deuda, alegando que, en su condición de peregrino camino de Tierra Santa, sus deudas debían quedar congeladas hasta su vuelta de aquel viaje sagrado. Era un argumento desvergonzado y casi herético para eludir el pago, porque era cierto que el Santo Padre, el papa en persona, había establecido que las deudas contraídas por cualquier participante en la Gran Peregrinación debían quedar en suspenso hasta el regreso del deudor a su hogar. Pero la intención de aquel decreto era estimular a la nobleza terrateniente con grandes hipotecas sobre sus posesiones a acudir a luchar a Jerusalén. Lo que desde luego no estaba en el ánimo de Su Santidad era permitir que los jugadores de fortuna faltaran a sus compromisos. El pescador grifón se había quejado a los caballeros hospitalarios, que controlaban aquel sector de Messina, y ellos dieron parte al rey, y Ricardo había decidido hacer un escarmiento ejemplar con aquel pobre hombre. Jehan tendría que pagar o, en su lugar, atenerse a lo dispuesto en el decreto del rey Ricardo que prohibía el juego con los grifones.

Tenía que ser pasado por la quilla, un castigo duro que implicaba arrastrar el cuerpo del reo vivo bajo la quilla de un barco, de la proa a la popa. Y es mucho peor de lo que parece: después de meses en el mar, la quilla de cualquier barco queda cubierta por pequeños moluscos, con unas conchas duras como la roca que sobresalen menos de un cuarto de pulgada, pero tan agudas que cortan la piel y el músculo del cuerpo que se roza con ellas. Por supuesto, el segundo peligro es ahogarse. El reo debe aguantar la respiración bajo el agua mientras sufre la agonía de ser arrastrado bajo los moluscos de la quilla. Son muchos los que se han ahogado durante el castigo, y los que no, quedan terriblemente magullados. El rey Ricardo había ordenado que aquel hombre fuera pasado bajo la quilla tres veces en tres días sucesivos. En la práctica, era una sentencia de muerte.

Desnudaron al hombre hasta dejarlo únicamente con unas bragas de lino, y sus manos y sus pies fueron atados a unas sogas muy largas. Estaba tendido, desmadejado, con los ojos cerrados y la piel de gallina por el frío, en la proa de la Santa Maña, anclada a unos veinte metros del muelle, mientras un cura recitaba plegarias sobre su cuerpo flaco y tembloroso. La lluvia empezó a caer con más fuerza.



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